sábado, 19 de enero de 2013

SANTIAGO de CHILE

  Tras más de veinte horas de interminables vuelos al fin aterrizo en la imponente Santiago, después de sorprenderme inundado por la poderosa belleza de la cordillera de los Andes.
  Me siento asaltado por los griteríos de taxistas y comerciales que buscan clientes desesperadamente a la salida de la terminal, al tiempo que percibo una indescriptible excitación al dar los primeros pasos en ese país que tanto había pensado. 
  Decido ignorar la lluvia de ofertas y salgo a la calle para sentir el viento chileno por primera vez acariciando mi cara y estipulo, sin ser consciente todavía, lo que será mi pauta de ubicación y organización en todos mis futuros desembarcos, descargando la pesada mochila a un lado y encendiendo un cigarrillo, tan sólo para mirar, para respirar un rato después de una larga travesía. 
  Sin poder evitar la sensación de sentirme estafado por primera vez, tomo un autobús hacia el centro por 1.900 pesos (mi primer gasto) y aparezco en una terminal infestada de gente apresurada, de bullicio, de ventanillas y paneles informativos... infestada de urbanismo. 
  Salgo al exterior y el calor de un atípico verano de diciembre inunda mi espalda y mi frente de sudor, y camino entre la multitud, familiarizándome con los primeros rostros, con el exótico acento, con las primeras calles. 

 Mi habitual falta de previsión me lleva a ignorar las dimensiones de Santiago y me encamino a pie hacia el centro imaginándolo cercano, con más de trece kilos a la espalda y unos cuantos más en el pecho, hasta que decido preguntar a un "paco" a qué distancia queda Bellavista de donde me encuentro. Su desalentadora respuesta me lleva a tomar mi primer metro santiaguino hasta Baquedano, la parada más próxima al hostal al que me dirijo.



  Cruzando la Alameda a la altura de Providencia y el río Mapocho, alcanzo el barrio Bellavista, plagado de bares, pubs y restaurantes y conocido por su animada vida nocturna, hecho que corroboraré durante mis siguientes noches despertando a las 4 de la madrugada por el griterío de la gente sobreexcitada por llevar más de dos y más de tres "piscolas" en el cuerpo.


  La Chimba se encuentra completo, así que busco alojamiento en el hostel más próximo, aterrizando en Pure Lounge Hostel, donde conozco a Erasmo, que me ofrece un dormitorio compartido por 8000 pesos la noche.  El lugar está muy limpio y hay buen ambiente, así que decido descargar mis bultos y elegir una litera en el primer piso, compartiendo pieza con Erasmo y Andreina, Camila y Adam; dos venezolanos, una brasileña y un americano.

  A partir de mi primera e imprescindible ducha, inicio la cuenta atrás del tiempo que queda hasta mis primeros pasos hacia mi destino principal: el desierto. 

  Recorro Santiago, sus calles, sus cerros, pruebo el café de sus bares y descubro lo realmente complicado que es encontrar un local donde tengan una cafetera express. Me deslizo emocionado hacia las calles que me llevan a la emblemática Moneda, sobrevivo esquivando coches en los pasos de cebra, y por encima de todo, me sorprendo al encontrar tantos perros sin dueño en libertad; en casi cada esquina, en las puertas de los establecimientos, en los semáforos, persiguiendo motoristas, rebuscando restos entre las basuras...

  En el hostal,  entablo las primeras amistades de mi viaje y descubro las primeras almas que irán aportando sus pequeños granos de arena en mi aprendizaje de la vida. 

   Acompañado de Adam y Camila, visito Valparaíso, con el tiempo algo justo para poder abarcar toda su belleza y colorido, prometiendo regresar a sus orillas a mi retorno a Santiago, antes de mi vuelta.

 
  Al cabo de 4 días, he probado las "chelas", el completo, el churrasco italiano, he aprendido mis primeros modismos chilenos, he tocado un rato la guitarra, he pseudoconversado en varios idiomas, he conocido el alma de la ciudad... pero ahora me abruma.... su tamaño, su tráfico, la prisa de la gente en las calles, la vida tan urbanita que desprende y de la que tanto pretendía alejarme durante este viaje.  

  Así que, amablemente, me despido de ella, sabiendo que volveré a circular por sus venas apenas en dos meses, y compro mi pasaje de bus hacia mi siguiente destino más al norte, a La Serena, en el camino hacia el lejano desierto de Atacama...